Mi experiencia como estudiante Erasmus en Malta. Por Mª Paz Quiroga. 26-06-2013
Jueves, 13 de junio de 2013. En el aeropuerto de Luqa, ante un sol en declive, mientras el cielo nos da su despedida en un abrazo anaranjado y una luna musulmana nos sonríe desde lo alto, tras una larga espera, caminamos por la pista hacia el avión, con paso firme, pero volviendo la mirada hacia atrás, quizá con el ingenuo deseo de convertirnos en estatuas de sal y quedarnos allí para siempre. Pero eso no ocurre. Lo vivido se agolpa en la garganta, y me sobrecoge.
Llego a mi casa y ahora me piden que cuente mi experiencia en Malta como estudiante Erasmus…. No me lo pidáis, pues yo misma siento el deber de contarlo, como si hubiese sido el testigo de un gran prodigio, aunque materialmente sólo haya estado desarrollando la fase práctica de un ciclo de Formación Profesional en otro país de la Unión Europea, trabajando allí en el departamento de Recursos Humanos de una empresa farmacéutica y adquiriendo, eso sí, grandes conocimientos en el archivo y escaneo de documentos, como si en eso consistiera este oficio.
No, es mucho más que eso, quizá eso sea lo de menos.
Pero, ¿por dónde empezar? ¿Cómo explicar mis sensaciones?
Como todas las cosas importantes que ocurren en la vida, todo empezó como un juego: en el instituto me plantearon la posibilidad de hacer las prácticas fuera de España y yo, pensando que no iba a obtener la beca, pues cada vez escasean más este tipo de oportunidades, acepté. Y pasó el tiempo, trabajando con ahínco por alcanzar una meta que me salvase del tedio que supone buscar certidumbre en la situación de incertidumbre en la que vivimos.
Finalmente llegó el momento de marcharme. Destino: Malta. Pero, ¿eso dónde está? En mitad de mi querido Mediterráneo, ¡menuda oportunidad! Sentí que no volvería a tener una ocasión como ésta y, en el convencimiento de que lo que más miedo nos da es justo lo primero que debemos hacer, me embarqué en esa aventura de dos meses y medio, que ha resultado ser toda una expedición de descubrimiento.
Llegué con toda la ilusión y energía, deseando aprender de todo lo que se me ofreciese…pero la distancia con mi mundo de origen y la sensación de soledad me desgastó durante el primer mes. Éste es el primer paisaje que descubrí: los días nublados, el mar enfurecido sacudiéndome en lo alto de los acantilados, lo extraño de unas gentes desconocidas, la soledad indeseada y el viento maltés…siempre el viento.
Poco a poco fui adaptándome a las circunstancias y lo que antes me parecía incluso hostil, se tornó en cotidiano, en un día a día amable, risueño y divertido: los autobuses improvisando sus viajes, los compañeros de apartamento alborotando hasta límites insospechados (alboroto al que finalmente me apunté con gusto), el garrafón y el sudor de sus garitos, las excursiones con barbacoa en la playa junto a emigrantes españoles llenos de contagiosa vitalidad, los fuegos artificiales y el mercado de pescado en Marsaxlokk los domingos, los juegos luminosos del coral bajo las aguas, los compañeros de trabajo ofreciéndonos café y bollitos a todas horas, y soltando todos los tópicos que se conocen de España, mi reencuentro con la megalítica Historia, la compañía de mi soledad, que me mostró paisajes interiores que hasta ahora nunca había visitado, y, por supuesto, los malteses, compendio de todas las civilizaciones mediterráneas y que por ello llevan acogiendo durante siglos de manera natural a todo el que va, pueblo resistente como árbol de secano.
Parecía que sin pasar por el oscuro páramo del primer mes no iba a llegar al maravilloso paisaje final. Pero llegué y quise quedarme.
Quizá por eso tuvieron que venir a por mí mis amigos españoles (a los que recibí adecuadamente con un pastizzi, tal como mandan las buenas normas de hospitalidad maltesas)… O quizá vinieron porque temían que me fuese a quedar allí para siempre, como si la pequeña isla de Gozo, al norte de Malta, se tratase de la Ogigia homérica, donde la bella ninfa Calypso cautivó los sentidos de Ulises, mientras Penélope esperaba su regreso, tejiendo un eterno tapiz.
Llego Madrid por la noche, con el entusiasmo de reencontrarme con los míos y con las ganas de que me cuenten cómo les ha ido a ellos en esta parte del camino en la que no les he acompañado. Como era de esperar, España está como la dejé: con sus gentes intentando mantener el equilibrio en un mundo que nos desborda a todos. Sin embargo, ellos me abrazan alegres y yo sólo puedo ofrecerles la energía que traigo, y todo lo que he visto y oído.